David LaChapelle

Nació en Fairfield, Connecticut el 11 de marzo de 1969. Comienza a trabajar como fotógrafo en Nueva York en  los años ochenta. Allí se vislumbra ya su estilo, utilizando colores vibrantes e ideas poco tradicionales para realzar producciones en moda y publicidad. Las imágenes, con una combinación de tonos saturados y connotaciones muchas veces sexuales, comienzan a interesar al circuito neoyorquino de galerías de arte. Cuando trabajaba como mesero en el Studio 54, LaChapelle conoció a Andy Warhol, quien pronto lo incorporaría a su revista, Interview como fotógrafo.
Se le considera “discípulo de Warhol”, de quien conoció una forma de expresar mediante la fotografía, con un tono sarcástico, una crítica mordaz de los caracteres más satíricos de la cultura popular.
En los noventa su estilo se consolida, avalado por medios tan diversos como las revistas Rolling Stone, I-D, Vogue o Vanity Fair, y por marcas de alto nivel entre las que se destacan L’Oreal, Levis, MTV, Armani o Esteé Lauder.
Es una verdadera máquina de fabricación de conceptos visuales que son diseminados hacia todos los medios contemporáneos. Sus ideas han alimentado durante las últimas dos décadas a revistas, televisores, afiches, tapas de discos, computadoras, libros y catálogos de arte.
 LaChapelle invierte la imagen del consumo que parece celebrar para señalar, en cambio, las apocalípticas consecuencias de la humanidad misma. Mientras hace referencia y reconoce diversas fuentes tales como el renacimiento, la historia del arte, el cine, la Biblia, la pornografía, y la nueva y globalizada cultura pop.
Sus claves ficcionales se apoyan en varios elementos reconocibles, muchos de ellos verdaderos clichés que atraviesan el ámbito del espectáculo y el entretenimiento: superficies de piel desnuda; objetos plásticos o metálicos que evocan el acabado industrial; poses eróticas tamizadas por la industria porno; detalles de cosmética que realzan lo artificial en bocas y cabelleras; animales de fuerte carga simbólica como cisnes, caballos y hasta unicornios o dinosaurios; cielos resplandecientes y arcoiris que remiten a la gráfica kitsch y empalagosa de los ochenta.
Muchos de los retratos resultan casi clásicos, mostrando un único personaje centrado, de pie u horizontal, recortado contra un fondo neutro y rodeado por una aureola clara que acentúa su cualidad de divo/a. En el formato grupal, generalmente plantea un protagonista principal y una corte de acompañantes que lo observan, rodean, adoran, acosan. La mirada de LaChapelle sobre el cuerpo femenino rinde tributo al encanto de las reinas históricas, desde un presente atravesado por cirugías y siliconas. Los planos muy abiertos, sin que apenas produzcan sombras, en clave alta, con mucho colorido en la escena digno de cualquier artista pop-art, más la postproducción y los retoques digitales son sellos de autor de LaChapelle.
Curiosamente, la exageración barroca, una mezcla de surrealismo y dadaísmo con dejos de pop-art, fue lo que logró cautivar y atraer la atención en un principio, de un público que compró lo que él se encargó de definir “la transformación de la fantasía en fotografía”.






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